El gobierno de Edi Rama coloca a la inteligencia artificial en el centro de su estrategia anticorrupción y de adhesión a la Unión Europea. Las promesas son ambiciosas: ministerios digitales, procesos “incorruptibles” y un país pionero en el continente. Pero entre drones que vigilan el territorio y algoritmos que revisan contratos, persisten las dudas sobre si la tecnología puede atacar las raíces del problema o si solo servirá como coartada política.
Un dron sobrevuela Tirana. En la pantalla, un mapa señala puntos rojos: construcciones ilegales, lotes sin registrar, obras a medio levantar. Para el primer ministro Edi Rama, es la imagen del futuro: una Albania donde la corrupción ya no se combate con fiscales, sino con algoritmos.
“Una inteligencia artificial no puede ser sobornada”, dijo Rama en julio. La frase, breve y punzante, recorrió titulares y redes sociales. Su propuesta más audaz —un ministerio dirigido por IA— todavía es un esbozo, pero simboliza el salto que su gobierno quiere dar: transformar un Estado corroído por décadas de clientelismo en una administración digitalizada y transparente.
Entre la innovación y la sospecha
La agenda digital no es solo retórica. Más del 95% de los trámites estatales ya se realizan a través de la plataforma e-Albania, utilizada por 3,3 millones de ciudadanos. Desde 2020, el sistema habría ahorrado 620 millones de euros en costos y tiempo. En compras públicas, la IA automatiza licitaciones, analiza hasta 15.000 ofertas por día y detecta irregularidades: el 40% de los procesos son señalados como sospechosos por la plataforma Open Data Albania.
La tecnología también se extiende a la vigilancia territorial. Satélites y drones “ven” antes de que el cemento se seque, permitiendo frenar construcciones clandestinas. Y en Bruselas miran con interés otra aplicación: la traducción automatizada de más de 250.000 páginas de legislación comunitaria, con un 99% de precisión. Una tarea que a Croacia le tomó siete años, Albania la quiere completar antes de 2027.
Sin embargo, la modernización convive con preguntas incómodas. “El riesgo es cambiar una caja negra por otra”, advierte el analista Afrim Krasniqi, aludiendo a los algoritmos poco transparentes que podrían convertirse en excusas perfectas para eludir responsabilidades humanas. Otros recuerdan que los grandes escándalos de corrupción suelen ocurrir antes de las licitaciones, en negociaciones previas que ninguna IA puede vigilar.
El peso de la historia
La obsesión de Rama con la digitalización no surge en el vacío. Albania arrastra una larga relación con la corrupción: ministros condenados por narcotráfico, contratos de basura inflados en cientos de millones de euros, un exviceprimer ministro prófugo en Suiza. Aunque la fiscalía anticorrupción (SPAK) ha ganado legitimidad, el país todavía figura entre los más corruptos de Europa.
En ese contexto, la IA aparece como tabla de salvación y carta de presentación ante la Unión Europea. El propio Rama ha insistido en que la tecnología es clave para cumplir con los estándares comunitarios y acelerar la negociación de adhesión. Pero la paradoja es evidente: un gobierno cuestionado por prácticas autoritarias y opacidad deposita su credibilidad en sistemas que prometen neutralidad.
¿Democracia 2.0 o fachada digital?
Los defensores lo llaman “Democracia 2.0”. Los críticos lo ven como un espejismo. En plataformas como X, usuarios se preguntan si Albania no está simplemente cambiando el rostro de su burocracia sin transformar el sistema de fondo. Incluso expertos internacionales alertan sobre brechas: la falta de una estrategia nacional de IA, la escasa capacitación digital en comunidades marginadas y la vulnerabilidad a ciberataques como los que ya sufrió el país entre 2022 y 2023.
La exejecutiva de OpenAI, Mira Murati, de origen albanés, se ha sumado al proyecto, otorgándole prestigio global. Y gigantes como Microsoft exploran colaboraciones. Pero en las calles de Tirana, donde la desconfianza hacia los políticos es crónica, la pregunta se repite: ¿puede un algoritmo reemplazar a la voluntad política?
En última instancia, la apuesta de Albania refleja una tensión universal: ¿es la tecnología un arma real contra la corrupción o un sofisticado disfraz del poder? La respuesta no está en los servidores ni en los drones, sino en la capacidad de un Estado de no esconderse detrás de las máquinas.