Una falla global en Amazon Web Services paralizó a millones de usuarios y afectó la infraestructura digital sobre la que operan bancos, fintech y comercios. En Argentina, el apagón reveló la fragilidad de un modelo basado en servidores remotos y la dependencia estructural de una tecnología que no controlamos.
A las 8:00 de la mañana, el país amaneció sin billeteras digitales.
En kioscos, cafeterías y estaciones de servicio, la escena se repitió con la precisión de un déjà vu: los pagos no pasaban. “Intentá otra vez”, decía el cliente. “No anda”, respondía el vendedor.
Durante tres horas, la economía cotidiana se volvió analógica.
Las terminales de cobro de Mercado Pago dejaron de responder, los usuarios de Ualá y Naranja X no podían acceder a sus cuentas y los comerciantes redescubrieron la fragilidad de un sistema que, cuando falla, no tiene plan B.
El origen del problema estaba a miles de kilómetros.
En un centro de datos de Amazon Web Services (AWS) en Virginia, Estados Unidos, una disrupción en la red US-EAST-1 provocó fallos en servicios esenciales: CloudWatch, DynamoDB, Lambda, EC2. El resultado fue una cadena de errores que se extendió por todo el planeta.
En cuestión de minutos, Snapchat, Canva, Fortnite, Reddit, Disney+, PayPal y Roblox también dejaron de funcionar.
AWS reconoció “tasas elevadas de error” en sus servicios y prometió mitigación “en el menor tiempo posible”. Pero el tiempo, en Internet, es dinero.
Y en Latinoamérica, la factura fue especialmente alta.
El corazón de la nube late en el norte
Argentina no fue la más afectada por casualidad.
Según datos de ThousandEyes, cerca del 70% del tráfico digital sudamericano depende directa o indirectamente de AWS, cuyos servidores principales están ubicados fuera del continente.
La preferencia por la región US-EAST-1 —por su costo y rendimiento— es común entre startups, fintech y gobiernos. Pero ese ahorro se paga con vulnerabilidad.
En Buenos Aires, los reportes en tiempo real mostraban una marea de quejas.
Usuarios sin acceso a Mercado Libre, vendedores sin poder emitir facturas, servicios de streaming fuera de línea. El portal Downdetector registró más de 200 mil reportes simultáneos.
“No puedo cobrar ni pagar. No es mi Internet, es la nube que se cayó”, escribió un comerciante en X.
“Estamos recibiendo miles de reportes por fallos en Mercado Pago”, confirmaba la cuenta oficial de soporte.
En apenas unas horas, el motor digital de la economía argentina se detuvo por completo.
Y con él, un ecosistema que representa más del 40% de los pagos electrónicos del país.
Los gigantes también caen
Para Mercado Libre, el apagón fue un recordatorio incómodo.
Con 71 millones de compradores activos y operaciones en toda la región, su infraestructura depende casi por completo de los servicios de Amazon. La caída afectó el marketplace, la logística y las herramientas de publicidad, en pleno horario laboral.
Los errores técnicos —“acceso denegado”, “error 503”, “transacción no disponible”— se multiplicaron.
Y aunque la empresa comunicó la recuperación pasadas las 11:30, los daños ya estaban hechos: frustración de usuarios, pérdidas comerciales y un golpe a la confianza.
Mercado Pago, su filial financiera, sufrió el impacto más visible.
Códigos QR que no respondían, transferencias que no se acreditaban, cobros pendientes.
En un país donde el efectivo pierde peso día a día, la caída del sistema de pagos más extendido tuvo una carga simbólica y práctica: una Argentina hiperconectada quedó, por horas, desconectada de sí misma.
El espejismo de la digitalización
Durante años, la promesa de la nube fue sinónimo de progreso.
Escalabilidad, eficiencia, innovación.
Pero detrás de esa retórica, se consolidó una forma de dependencia que pocos cuestionan: el monopolio invisible de la infraestructura tecnológica.
AWS no solo aloja plataformas comerciales. Alberga sistemas bancarios, servicios públicos, bases de datos de gobiernos y hasta infraestructura crítica de seguridad.
Cuando falla, el impacto es global, pero la responsabilidad, difusa.
Los expertos lo advierten desde hace tiempo: la centralización del almacenamiento y procesamiento de datos en pocos proveedores crea un riesgo sistémico similar al financiero.
Una sola interrupción puede afectar miles de compañías y millones de personas al mismo tiempo.
En Argentina, el episodio reabrió el debate sobre soberanía digital.
¿Qué significa depender de servidores alojados en otro país para algo tan básico como cobrar un sueldo o emitir una factura?
El espejo global
No fue la primera vez que la nube se volvió tormenta.
En 2017, una caída del servicio S3 de AWS tumbó a Netflix, Spotify y Slack.
En 2021, un error de Fastly dejó fuera de línea a The New York Times, BBC y CNN.
En 2024, el bug de CrowdStrike colapsó aeropuertos y hospitales en medio mundo.
Cada incidente repite la misma lección: cuanto más interconectado el sistema, más frágil se vuelve.
Lo que antes se limitaba a un problema informático hoy puede paralizar economías.
Y aunque las empresas prometen “resiliencia” y “redundancia”, el costo real lo asumen los usuarios y los países que no tienen infraestructura propia.
“La nube no es etérea, tiene dueños y direcciones físicas”, advierte un ingeniero de software consultado.
“Cuando dependés de ella, tu economía depende también de su geografía.”
Un parpadeo que costó millones
Las estimaciones internacionales son elocuentes:
un apagón global de AWS puede costar más de 150 millones de dólares por hora a las empresas que cotizan en el S&P 500.
Aplicado a la escala argentina, las pérdidas de esta mañana podrían medirse en millones de pesos por minuto.
Pero más allá del cálculo económico, el impacto fue simbólico: la vulnerabilidad quedó al descubierto.
La nube, esa metáfora del progreso digital, mostró su costado más terrenal: cables, servidores y centros de datos que, cuando fallan, dejan a medio planeta en pausa.
Cierre: la pregunta que quedó flotando
Cuando la nube volvió a funcionar, nada parecía haber pasado.
Las apps se recargaron, los pagos se acreditaron, los titulares se olvidaron.
Pero algo cambió: la certeza de que la infraestructura que sostiene nuestra vida digital no está bajo nuestro control.
Y entonces surge la pregunta incómoda, inevitable:
¿cuánto de nuestra soberanía —económica, política y cotidiana— estamos dispuestos a delegar en una nube que ni siquiera está sobre nuestro cielo?